Normalmente,
los relatos biográficos de los escritores que vivieron durante el periodo de
principios de siglo XX no dedican muchas líneas a describir el periodo en que
cada uno de ellos vivió la primera guerra mundial, entre 1914 y 1918. Y de
hecho, la cultura de la segunda mitad del siglo XX parece haber recibido más
impronta de los hechos que corresponden a la segunda guerra mundial que los
correspondientes a la primera, lógicamente al ser más cercana y por otra parte
tener elementos que se han incorporado ya a la imaginería general.
Por
eso quizás nos resulte difícil desde éste principio del siglo XXI, hacernos a
la idea del cataclismo que debió suponer para mucha gente, pero en especial
para tantos escritores y artistas europeos, el advenimiento de la que fue
llamada la Gran Guerra,
o primera guerra mundial.
Para
intentar hacernos una idea, tendríamos que situarnos en el contexto de los
avances en todos los órdenes que se produjeron en los últimos años del siglo
XIX, y en la primera década del XX. El año 1900, con la exposición Universal
de París y sus juegos olímpicos, debió ser todo un símbolo. Hegemonía -también
cultural- inglesa, francesa y alemana, avances en los transportes, en la
industria, en las artes, en el pensamiento social y político... “Progreso” y
“Modernidad”, eran palabras mágicas. Lo que décadas antes parecía imposible en
prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana, de pronto se hace
realidad. Con el nuevo siglo XX, amanece un siglo en el que todo parece
posible, los cambios se hacen eficaces, y parece que la humanidad despierta por
fin a una nueva era de prosperidad para todos.
Evidentemente,
la realidad no debía ser así, ni en todo ni para todos. Pero los cambios, los
progresos, eran innegables. Europa bullía como una olla Express, y con ella el
mundo entero. Y de pronto la olla no debió poder soportar la presión, y estalló
como una bomba de metralla, llevándose por delante con su onda expansiva todo lo que encontró por delante.
Si
la realidad de la guerra no debía de ser extraña a ninguno de aquellos hombres,
sí lo tuvo que ser el concepto de guerra moderna, incorporando todos los
avances del progreso en su espiral de destrucción. ¿Qué
significó para las vidas de los jóvenes que acudieron en masa al frente, en el
amanecer de un nuevo mundo, el enfrentarse con una nueva realidad como ésta? ¿Y
que debió significar para los que estaban en la retaguardia?
Un
J.R.R. Tolkien recién graduado, fue enviado a las trincheras de las batallas del
Somme en 1916 hasta que enfermó por causa de lo que se llamó entonces la fiebre
de las trincheras. Por su parte, C.S. Lewis se incorporaría igualmente en 1917
al frente francés, pero igualmente cae enfermo y es retirado del frente. En
ambos casos, sin embargo, la convalecencia de ambos escritores permite una
fructífera labor de lectura y escritura.
El
joven George Bernanos, por su parte, se enrola en el sexto regimiento de los
dragones. Es herido varias veces en el campo de batalla, y sobrevive a las
trincheras. Su primera novela, “Bajo el sol de Satán » (« Sous le
Soleil de Satan »), nace según sus declaraciones, de su experiencia de la guerra. Dice así: “La guerra me dejó atolondrado, como a todo
el mundo, por la inmensa desproporción entre la enormidad del sacrificio y la
miseria de la ideología propuesta por la prensa y los gobiernos... Y además,
nuestra esperanza estaba enferma, como un órgano agotado. La religión del
Progreso, para la cual se nos había pedido educadamente morir, es en efecto una
gigantesca estafa a la
esperanza. Yo sabía que no eran las grandes cosas, eran las
palabras las que mentían. La lección de la guerra iba a perderse en un inmenso
chiste picante”. En las trincheras, el joven Bernanos sufre un terrible
episodio. En ese pequeño espacio de algunas leguas cuadradas, rebosante de
moribundos, el escritor es enterrado vivo por causa de un obús, quedando varios
minutos bajo una avalancha de tierra y hierro, suspendido entre la vida y la
muerte.
Finalmente,
el mayor en edad de estos escritores, Charles Péguy, padre de familia y teniente en la
reserva, parte hacia en frente desde la primeras movilizaciones en agosto de
1914. El combate sostenido por el escritor en sus Cahiers de la Quinzaine
durante más de una década desde su pequeña librería en el 8 Rue de la Sorbonne, del
Vème arrondissement de Paris, toma bruscamente cuerpo en el campo de batalla
frente a las modernas ametralladoras alemanas.
Un
testigo directo, el soldado Henri Bury del regimiento 276 de infantería y por
aquel entonces subordinado de éste ultimo escritor, narra así los últimos instantes
del poeta francés en su diario de guerra:
La decimonovena compañía recibió la
orden de tomar Monthyon a la bayoneta. Avanzamos siempre, y andan codo con
codo, ligeramente adelantados a nosotros, revolver en mano y dirigiendo la
marcha, el capitán Guérin y el teniente Péguy. Avanzan difícilmente bajo el
fuego y se detienen detrás de un talud. Las balas silban y la infantería
francesa responde. Los alemanes son casi invisibles por su indumentaria color
tierra, mientras que los franceses de azul y rojo constituyen blanco fácil en
éstas extensiones. “Nuestro movimiento está perfectamente conducido, pero al
estar sin línea de fuego de apoyo, y sin fuego de protección de la artillería,
seremos muy posiblemente sacrificados”, escribe Boudon.
Péguy
dirige el fuego. Anima a los hombres. «Está en medio de nosotros,
inconsciente de las balas que le apuntan y le rozan. En pie, valiente,
corriendo de un lado a otro para activar el fuego”. Los disparos de los
franceses obligan al enemigo a retroceder, y se retira sobre la altitud,
abandonando la ribera del río bordeado de árboles en donde estaban hasta
entonces. Viendo esto, y a pesar del calor y el cansancio, llega la orden:
“¡Adelante!”. Los hombres corren, se echan sobre las remolachas, el rastrojo o
la avena, hacia las posiciones alemanas. El enemigo ha conservado en su lugar
las metralletas, para cubrir su retirada. Esas metralletas, toman a las tropas
bajo un fuego cruzado mortal y liquidan filas enteras de la infantería.
El capitán Guérin cae. “Sacando su
espada de la vaina, y apuntando en dirección al enemigo, Péguy grita entonces:
“!El capitán ha caído!... ¡Tomo el mando!...
¡Seguidme!... ¡Adelante ! … ¡A la bayoneta ! Las
"mascinengewehr" alemanas nos disparan como a una bandada de
gorriones. Sin embargo, un primer salto, seguido de un segundo, lleva a nuestra
ala derecha dirigida por Péguy ciento cincuenta metros hacia delante. Y ahora
ir más lejos, como una única ola de ataque, sin una línea de respaldo detrás de
nosotros protegiéndonos de su fuego, en un terreno en donde la cuesta declinaba
hacia en río, y sobre todo la gran visibilidad de nuestros uniformes, hacen de
nosotros espléndidas dianas vivas rojas y azules, no teniendo después para
nuestros disparos más que de treinta a cuarenta cartuchos por hombre y con la
imposibilidad de ser reaprovisionados, es una locura, es correr hacia una
masacre cierta, y además inútil... ¡no llegaremos a diez! Pero cautivos del
ambiente forzado del combate, no teníamos tiempo de conocer el miedo... sin
embargo, la violencia del fuego enemigo es tal que fuerza a Péguy a ordenar detener la marcha. “¡Al suelo!”... grita, “y fuego a discreción” pero él,
permanece en pié, por delante de nosotros, gafas en mano, dirigiendo el tiro,
heroico en el infierno...” A la izquierda, el teniente de La Cornillère cae.
Los hombres disparan como pueden tratando de protegerse. El fuego de las ametralladoras no cesa. Muchos caen. En
todo momento se oyen gritos, quejidos.
Sin embargo, el teniente Péguy, el,
esta todavía de pié, a pesar de nuestros gritos de “¡agáchese!” Glorioso loco
en su bravura, sordo a nuestras llamadas a la prudencia, exasperado, crispado
por esta lucha desigual cuyo peligro ve y comprende mejor que nosotros. Ante
los gritos y las llamadas de los heridos, cada vez más angustiosas y
apremiantes, el grita con una energía enrabietada. “¡Disparad, disparad, nombre
de Dios!”. Algunos le gritan, y yo soy de ellos: “no tenemos munición mi
teniente, nos van a machacar”. “¡No pasa nada!” grita Péguy en la tormenta que
silba más fuerte que nunca, “¡ yo tampoco tengo! ¡Mirad, seguid disparando!” Y
volviéndose a nuestras líneas, sus gafas en mano, explorando las líneas
alemanas, se yergue como un desafío a la metralla, bajo el fuego siempre más
fuerte de las metralletas enemigas... En ese mismo instante, una bala mortífera
rompe esa noble cabeza. Cayó, como un bloque, sobre el costado, y de sus labios
surge una queja sorda, como un murmullo, un último pensamiento, una última
plegaria: “¡Ah, Dios mío... mis hijos!”. El
combate terminó para él".