"Este mundo es una cosa admirable y extravagante, que muy bien pudiera ser de otro modo, pero que, tal como es, es deliciosa"

G.K. Chesterton, en "Ortodoxia".

domingo, 27 de enero de 2013

En los muelles de los puertos grises


Los puertos grises, además de ser el lugar de donde parten los Elfos junto con Gandalf, Bilbo y Frodo, hacia el Mar, es el título del último capítulo de “El Señor de los Anillos”, de J.R.R. Tolkien. 

A éste cuaderno de notas circunstancial, denominado blog en la jerga informática, también ha llegado su término hoy, con el cumplimiento de los tres años desde que comenzó su andadura.

Con mayor o menor acierto, su pequeño papel ha llegado a su término, con la esperanza de haber sido de alguna utilidad o distracción en el maremágnum de las olas, marejadas, huracanes y tormentas tropicales de la red de redes.

Ha de agradecerse especialmente al Sr. Javier Martín por haber, como tantas otras veces, ideado e impulsado con entusiasmo una creación de la que otros nos hemos beneficiado, y además con gran provecho. A la vez que agradecido, queda emplazado para prestar atención a que nueva empresa puede prestar su impulso entusiasmado…

Y con agradecimiento igualmente a todos los amables lectores que han dedicado parte de su tiempo a la lectura de estas y anteriores líneas. 

Atentamente, 

El Aguila y el Niño

martes, 15 de enero de 2013

El camino circular, o el cargo de deserción


En el prefacio de “El hombre eterno”, G. K. Chesterton deja caer una de esas afirmaciones sugerentes que tanto se suelen citar fuera de contexto: “Hay dos caminos para volver a casa; y uno de ellos es quedarse en ella. El otro es caminar alrededor de todo el mundo, hasta volver al mismo lugar” (“There are two ways of getting home; and one of them is to stay there. The other is to walk round the whole world till we come back to the same place”).

En aquella obra se hacía expresa alusión al planteamiento religioso de la Fe, y de una manera muy ingeniosa Chesterton trata de exponer las diversas formas en que los hombres de hoy pueden encontrar los caminos para “volver a casa”, es decir, para recobrar la Fe.

El mismo Chesterton retomó ésta idea en su novela “Manalive” (“El hombre vivo”, Valdemar, 2010), que publicó en 1912. En ella, el extravagante y misterioso protagonista Mr. Innocent Smith es acusado por los habitantes de la encantadora pensión británica “Casa Beacon” de diversos delitos ocultos en su turbio pasado, acusaciones ante las que habrá de defenderse delante de un improvisado tribunal popular.

En concreto, la tercera de las acusaciones que se le formula, es por comisión de delito de abandono del hogar, o deserción. Las pruebas testifícales delatan a Mr. Smith, pues cierto es que una mañana de Octubre el jardinero vio que Mr. Smith salió de su casa en pijama, llamando aquí y allí a su mujer, pero desatendiendo las llamadas que ésta le hacía desde la ventana. Mr. Smith, inexplicablemente, dijo que no podía permanecer allí por más tiempo, que tenía otra mujer y otros hijos mucho mejores lejos de allí, con una esposa de pelo más rojo y con una casa con jardín más bonitos; por lo que tenía que ir a buscarlos. Y dicho lo cual, al parecer, huyó del lugar sin llevar ni tan siquiera un sombrero, y con flagrante abandono del hogar, de la mujer y de los hijos.

La defensa que posteriormente sostiene Mr. Smith resulta cuanto menos confusa. Acepta los cargos, pues admite que abandonó su hogar, a su mujer y a sus hijos. Pero en su defensa alega que su partida se debió... a la búsqueda de su casa, su mujer y sus hijos, que estaban muy lejos de allí. Si era el propio Mr. Smith el que estaba lejos, o si por el contrario su familia era la que estaba lejos, nunca terminó de aclararse. El caso cierto es que el acusado salió en búsqueda de su hogar con temeridad manifiesta, pues pretendía nada menos que dar la vuelta al globo terráqueo para volver al mismo lugar...

“Puede juzgar por Vd. mismo... soy un hombre que dejó su propio hogar porque no soportaba estar lejos de él. Oí a mi mujer y a mis hijos hablando y les vi moverse en la habitación, y todo el tiempo sabía que estaban andando y hablando en otra casa a miles de kilómetros, bajo la luz de cielos diferentes, y más allá de los mares... Los amé con un amor devorador, porque parecían no sólo distantes, sino inalcanzables. Ninguna criatura me pareció nunca tan querida y tan deseable: pero yo parecía un fantasma helado, por lo que me deshice del polvo bajo mis pies. E hice más aún. Desprecié el mundo bajo mis pies para que rotara hasta mi punto de partida, como una cinta para correr. 

Mi peregrinaje todavía no se ha completado, me convertí en un peregrino para cuidarme de convertirme en un exiliado...”

jueves, 22 de noviembre de 2012

El alma buena de Sezuán


“El alma buena de Sezuán”, es una obra de teatro escrita por Bertold Brecht, ambientada en la antigua China y escrita entre 1938 y 1940.
                         
Semejante a una fábula, se desarrolla en la alejada provincia China de Sezuán. A tal comarca llegan tres dioses, que solicitan alojamiento a los habitantes del lugar. El aguador Wang, el único que reconoce a los dioses como tales, intercederá por ellos ante los vecinos, pero ninguno de ellos está dispuesto a acoger a los viajeros. Sólo la gentil prostituta Shen-Té acepta acogerlos durante la noche.

En agradecimiento, y satisfechos por haber encontrado finalmente entre todas las almas de Sezuán un alma buena, los dioses compensan a Shen-Té, con el mandato de seguir siendo buena. Así, Shen-Té podra salir de la situación precaria y miserable en la que se encontraba, y acceder a regentar un pequeño negocio de tabaco.

Pero cumpliendo el mandato de permanecer buena, Shen-Té se encuentra con pocos clientes, y sobre todo asediada por los mendigos y vecinos, entre otros por Shin la antigua propietaria de su establecimiento, que se aprovechan sin escrúpulos de su bondad.

La situación se deviene insostenible: Shen-Té no puede desconocer el mandato de sus benefactores de permanecer buena, pero tampoco puede sostener el comercio, pues su carácter bondadoso lo llevan a la ruina a manos de sus mezquinos convecinos. Shen-Té encuentra entonces la solución de escindir su personalidad en dos, dando cuerpo a un supuesto primo suyo llamado Shui-Ta, que personificará ella misma disfrazada, un duro hombre de negocios que hará acto de presencia con cada vez mayor frecuencia, para proteger a Shen-Té de su propia bondad, y hacer sostenible el negocio.

Las duras maneras de Shui-Ta se impondrán progresivamente en la administración del comercio.

Finalmente, los dioses retornan a visitar la comarca, y se constituyen en tribunal para juzgar si Shen-Té ha permanecido fiel a su promesa de ser buena. Conociendo el desarrollo de los acontecimientos, los recién llegados desaprueban las maneras de Shen-Té, sin embargo ésta se trocará de acusada en acusadora, al reprochar a los dioses a su vez la imposición de un mandato de imposible cumplimiento, pues en definitiva ella ha comprobado que el ejercicio de la bondad entre sus maliciosos convecinos le lleva irremediablemente al desastre y a la ruina.

A grandes rasgos, ésta interesante parábola plantea una cuestión aguda sobre la existencia de la bondad y sobre su sostenibilidad en el mundo en que vivimos. Más allá del planteamiento político del escritor socialista, sobre lo que podríamos toscamente interpretar como "imposibilidad de conciliar bondad y rentabilidad económica", queda en el aire el reproche a Shen-Té a los dioses que le impusieron un mandato de contenido imposible y cuyo cumplimiento le conduce al más completo desastre. A la bancarrota, para ser más exacto. 

Con éste planteamiento, recuerda la fábula en gran medida a la más reciente película “Dogville” de Lars Von Trier, encuadrada entre su trilogía denominada "Corazón de oro" (“Rompiendo las olas”, “Bailando en la Oscuridad” y Dogville). En Dogville, será la fugitiva Grace la que vaya descubriendo la velada malicia de los educados y acogedores habitantes de Dogville, y finalmente llegará a la misma encrucijada que Shen-Té al comprobar por propia experiencia la imposibilidad de practicar radicalmente la bondad -el agradecimiento, en este caso- con el prójimo, sin que la dignidad, la integridad, e incluso la propia vida se queden por el camino. 

Esta es una nueva perspectiva sobre las posibilidades del trato de uno mismo con los demás, con los vecinos, con los conciudadanos, con el prójimo en definitiva. Ya se vió en artículos anteriores que Sartre en "Huis Clos" desesperaba de la posibilidad de poder hacer otra cosa con el projimo que destruirse mutuamente. Camus defendía sin embargo el impulso fraternal de rebelión junto con los demás. Ahora, Brecht a modo de gozne entre ambos autores nos muestra el impulso bondadoso para con los demás (Camus), que fracasa estrepitosamente (Sartre). Pero en éste caso, el impulso de Shen-Té es expresamente bondadoso, además por mandato divino, lo cual plantea el problema desde una nueva perspectiva, al cuestionar si la simple bondad como tal (el bien), puede hacerse presente en el mundo -entre nosotros-, sin hacerse/nos trampas , sin vengarse después de mostrar la otra mejilla , y sin dejarse la vida en el empeño. 

miércoles, 10 de octubre de 2012

Literatura y la Gran Guerra (1914-1918)


Normalmente, los relatos biográficos de los escritores que vivieron durante el periodo de principios de siglo XX no dedican muchas líneas a describir el periodo en que cada uno de ellos vivió la primera guerra mundial, entre 1914 y 1918. Y de hecho, la cultura de la segunda mitad del siglo XX parece haber recibido más impronta de los hechos que corresponden a la segunda guerra mundial que los correspondientes a la primera, lógicamente al ser más cercana y por otra parte tener elementos que se han incorporado ya a la imaginería general.

Por eso quizás nos resulte difícil desde éste principio del siglo XXI, hacernos a la idea del cataclismo que debió suponer para mucha gente, pero en especial para tantos escritores y artistas europeos, el advenimiento de la que fue llamada la Gran Guerra, o primera guerra mundial.

Para intentar hacernos una idea, tendríamos que situarnos en el contexto de los avances en todos los órdenes que se produjeron en los últimos años del siglo XIX, y en la primera década del XX. El año 1900, con la exposición Universal de París y sus juegos olímpicos, debió ser todo un símbolo. Hegemonía -también cultural- inglesa, francesa y alemana, avances en los transportes, en la industria, en las artes, en el pensamiento social y político... “Progreso” y “Modernidad”, eran palabras mágicas. Lo que décadas antes parecía imposible en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana, de pronto se hace realidad. Con el nuevo siglo XX, amanece un siglo en el que todo parece posible, los cambios se hacen eficaces, y parece que la humanidad despierta por fin a una nueva era de prosperidad para todos.

Evidentemente, la realidad no debía ser así, ni en todo ni para todos. Pero los cambios, los progresos, eran innegables. Europa bullía como una olla Express, y con ella el mundo entero. Y de pronto la olla no debió poder soportar la presión, y estalló como una bomba de metralla, llevándose por delante con su onda expansiva todo lo que encontró por delante.

Si la realidad de la guerra no debía de ser extraña a ninguno de aquellos hombres, sí lo tuvo que ser el concepto de guerra moderna, incorporando todos los avances del progreso en su espiral de destrucción. ¿Qué significó para las vidas de los jóvenes que acudieron en masa al frente, en el amanecer de un nuevo mundo, el enfrentarse con una nueva realidad como ésta? ¿Y que debió significar para los que estaban en la retaguardia? 

Un J.R.R. Tolkien recién graduado, fue enviado a las trincheras de las batallas del Somme en 1916 hasta que enfermó por causa de lo que se llamó entonces la fiebre de las trincheras. Por su parte, C.S. Lewis se incorporaría igualmente en 1917 al frente francés, pero igualmente cae enfermo y es retirado del frente. En ambos casos, sin embargo, la convalecencia de ambos escritores permite una fructífera labor de lectura y escritura.

El joven George Bernanos, por su parte, se enrola en el sexto regimiento de los dragones. Es herido varias veces en el campo de batalla, y sobrevive a las trincheras. Su primera novela, “Bajo el sol de Satán » (« Sous le Soleil de Satan »), nace según sus declaraciones, de su experiencia de la guerra. Dice así: “La guerra me dejó atolondrado, como a todo el mundo, por la inmensa desproporción entre la enormidad del sacrificio y la miseria de la ideología propuesta por la prensa y los gobiernos... Y además, nuestra esperanza estaba enferma, como un órgano agotado. La religión del Progreso, para la cual se nos había pedido educadamente morir, es en efecto una gigantesca estafa a la esperanza. Yo sabía que no eran las grandes cosas, eran las palabras las que mentían. La lección de la guerra iba a perderse en un inmenso chiste picante”. En las trincheras, el joven Bernanos sufre un terrible episodio. En ese pequeño espacio de algunas leguas cuadradas, rebosante de moribundos, el escritor es enterrado vivo por causa de un obús, quedando varios minutos bajo una avalancha de tierra y hierro, suspendido entre la vida y la muerte.

Finalmente, el mayor en edad de estos escritores, Charles Péguy, padre de familia y teniente en la reserva, parte hacia en frente desde la primeras movilizaciones en agosto de 1914. El combate sostenido por el escritor en sus Cahiers de la Quinzaine durante más de una década desde su pequeña librería en el 8 Rue de la Sorbonne, del Vème arrondissement de Paris, toma bruscamente cuerpo en el campo de batalla frente a las modernas ametralladoras alemanas.

Un testigo directo, el soldado Henri Bury del regimiento 276 de infantería y por aquel entonces subordinado de éste ultimo escritor, narra así los últimos instantes del poeta francés en su diario de guerra:

La decimonovena compañía recibió la orden de tomar Monthyon a la bayoneta. Avanzamos siempre, y andan codo con codo, ligeramente adelantados a nosotros, revolver en mano y dirigiendo la marcha, el capitán Guérin y el teniente Péguy. Avanzan difícilmente bajo el fuego y se detienen detrás de un talud. Las balas silban y la infantería francesa responde. Los alemanes son casi invisibles por su indumentaria color tierra, mientras que los franceses de azul y rojo constituyen blanco fácil en éstas extensiones. “Nuestro movimiento está perfectamente conducido, pero al estar sin línea de fuego de apoyo, y sin fuego de protección de la artillería, seremos muy posiblemente sacrificados”, escribe Boudon.

Péguy dirige el fuego. Anima a los hombres. «Está en medio de nosotros, inconsciente de las balas que le apuntan y le rozan. En pie, valiente, corriendo de un lado a otro para activar el fuego”. Los disparos de los franceses obligan al enemigo a retroceder, y se retira sobre la altitud, abandonando la ribera del río bordeado de árboles en donde estaban hasta entonces. Viendo esto, y a pesar del calor y el cansancio, llega la orden: “¡Adelante!”. Los hombres corren, se echan sobre las remolachas, el rastrojo o la avena, hacia las posiciones alemanas. El enemigo ha conservado en su lugar las metralletas, para cubrir su retirada. Esas metralletas, toman a las tropas bajo un fuego cruzado mortal y liquidan filas enteras de la infantería.

El capitán Guérin cae. “Sacando su espada de la vaina, y apuntando en dirección al enemigo, Péguy grita entonces: “!El capitán ha caído!... ¡Tomo el mando!... ¡Seguidme!... ¡Adelante ! … ¡A la bayoneta ! Las "mascinengewehr" alemanas nos disparan como a una bandada de gorriones. Sin embargo, un primer salto, seguido de un segundo, lleva a nuestra ala derecha dirigida por Péguy ciento cincuenta metros hacia delante. Y ahora ir más lejos, como una única ola de ataque, sin una línea de respaldo detrás de nosotros protegiéndonos de su fuego, en un terreno en donde la cuesta declinaba hacia en río, y sobre todo la gran visibilidad de nuestros uniformes, hacen de nosotros espléndidas dianas vivas rojas y azules, no teniendo después para nuestros disparos más que de treinta a cuarenta cartuchos por hombre y con la imposibilidad de ser reaprovisionados, es una locura, es correr hacia una masacre cierta, y además inútil... ¡no llegaremos a diez! Pero cautivos del ambiente forzado del combate, no teníamos tiempo de conocer el miedo... sin embargo, la violencia del fuego enemigo es tal que fuerza a Péguy a ordenar detener la marcha. “¡Al suelo!”... grita, “y fuego a discreción” pero él, permanece en pié, por delante de nosotros, gafas en mano, dirigiendo el tiro, heroico en el infierno...” A la izquierda, el teniente de La Cornillère cae. Los hombres disparan como pueden tratando de protegerse. El fuego de las ametralladoras no cesa. Muchos caen. En todo momento se oyen gritos, quejidos.

Sin embargo, el teniente Péguy, el, esta todavía de pié, a pesar de nuestros gritos de “¡agáchese!” Glorioso loco en su bravura, sordo a nuestras llamadas a la prudencia, exasperado, crispado por esta lucha desigual cuyo peligro ve y comprende mejor que nosotros. Ante los gritos y las llamadas de los heridos, cada vez más angustiosas y apremiantes, el grita con una energía enrabietada. “¡Disparad, disparad, nombre de Dios!”. Algunos le gritan, y yo soy de ellos: “no tenemos munición mi teniente, nos van a machacar”. “¡No pasa nada!” grita Péguy en la tormenta que silba más fuerte que nunca, “¡ yo tampoco tengo! ¡Mirad, seguid disparando!” Y volviéndose a nuestras líneas, sus gafas en mano, explorando las líneas alemanas, se yergue como un desafío a la metralla, bajo el fuego siempre más fuerte de las metralletas enemigas... En ese mismo instante, una bala mortífera rompe esa noble cabeza. Cayó, como un bloque, sobre el costado, y de sus labios surge una queja sorda, como un murmullo, un último pensamiento, una última plegaria: “¡Ah, Dios mío... mis hijos!”. El combate terminó para él". 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La realidad increíble


Hablábamos en el artículo anterior de lo verosímil que puede resultar el calificativo de “infierno” a la situación que planteaba Jean Paul Sartre en Huis Clos, y a la vez lo necesario –y lo difícil para los hombres de hoy- que resulta aceptar las situaciones paradójicas y contradictorias de la vida sin tratar de diagnosticarlas, racionalizarlas, etiquetarlas y colocarlas dentro de nuestra prodigiosa pero pequeña cabeza humana.

Al hilo de lo que podemos considerar verosímil o inverosímil, tanto en la literatura como en la vida misma, en un artículo aparecido recientemente en un semanario dominical (XL Semanal 02/09/2012), firmado por Juan Manuel de Prada, se citaba parcialmente un epílogo a la segunda edición de la novela El difunto Matías Pascal, titulado “advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía”, de Luigi Pirandello.

Quizás un extracto del artículo de Pirandello sea la mejor muestra de como la vida -ni quizás el arte tampoco- se resignan a mantenerse totalmente dentro de lo razonable, y como constantemente desbordan por los cuatro puntos cardinales el mapa del mundo humanamente conocido.

Advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía

"El señor Alberto Heintz, de Buffalo, Estados Unidos, dividido entre el amor de su mujer y el de una señorita de veinte años, resuelve convocar a ambas a una reunión con vistas a tomar una decisión conjunta. Las dos mujeres y el señor Heintz acuden puntualmente al lugar de la cita, y, tras prolongada discusión, llegan a un acuerdo. Los tres van a poner fin a sus vidas. La señora Heintz vuelve a su casa, se pega un pistoletazo y muere. Por tanto, el señor Heintz y su amorosa señorita veinteañera, en vista de que con la muerte de la señora Heintz todo obstáculo a su unión queda suprimido, convienen en que no existe ya razón alguna para buscar la muerte y deciden seguir viviendo y contraer matrimonio. Pero la autoridad judicial piensa de otro modo y procede a su detención. Un prosaico desenlace. (Ver periódicos de Nueva York del 25 de enero de 1921, edición de la mañana.)

Supongamos que a un pobre autor de comedias se le ocurre la desgraciada idea de llevar a escena semejante argumento. A buen seguro que su fantasía sentirá escrúpulos, sobre todo a la hora de paliar con remedios «heroicos» la falta de sentido del suicidio de la señora Heintz, tratando de prestarle de algún modo verosimilitud. Pero podemos estar igualmente seguros de que, pese a todos los remedios heroicos elaborados por el comediógrafo, noventa y nueve críticos teatrales de cada cien reputarán absurdo ese suicidio e inverosímil la comedia.

Y es que la vida, que muestra con desfachatez todos los absurdos, pequeños y grandes, de que felizmente está llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de esa estúpida verosimilitud que el arte se cree obligada a respetar.

Los absurdos de la vida no necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos; al revés que los del arte, que para parecer verdaderos, necesitan ser verosímiles. Con lo que, siendo verosímiles, dejan de ser absurdos. Un acontecimiento de la vida puede ser absurdo; una obra de arte, si es tal, no. De lo que se deduce que es una idiotez tachar de absurda e inverosímil, en nombre de la vida, una obra de arte. En nombre del arte, sí; en nombre de la vida, no.

En la historia natural existe un reino que, por abarcar a todos los animales, es objeto de estudio de la zoología. Entre los muchos animales que pueblan este reino se cuenta el hombre. Y el zoólogo, claro está, puede hablar del hombre y decir, por ejemplo, que no es un cuadrúpedo sino un bípedo, y que no tiene cola, como el mono, o como el burro, o el pavo real. El hombre de que habla el zoólogo no puede jamás tener la desgracia de perder, digamos, una pierna y ponérsela de palo; o de perder un ojo y ponerse uno de cristal. El hombre del zoólogo tiene siempre dos piernas, ninguna de ellas de palo; siempre dos ojos, y ninguno de ellos de cristal. Y contradecir al zoólogo es inútil. Porque el zoólogo, si le presentamos un individuo con una pierna de palo o un ojo de cristal, nos contesta que no lo conoce, porque dicho individuo no es el hombre, sino un hombre.

Pero es igualmente cierto que nosotros, a nuestra vez, podemos replicar al zoólogo diciéndole que el hombre que él conoce no existe, y que en cambio existen los hombres, ninguno de los cuales es idéntico a su vecino y que pueden incluso tener, por desgracia, una pierna de palo o un ojo de cristal.

Dicho esto, se pregunta si quieren ser considerados como zoólogos o como críticos literarios todos esos señores que, a la hora de juzgar una novela, un cuento o una comedia, rechazan tal o cual personaje tal o cual representación de hechos o de sentimientos en nombre, no ya del arte, lo cual sería justo, sino de una humanidad que parecen conocer a la perfección, como si realmente pudiese existir en abstracto, esto es, fuera de esa infinita variedad de hombres capaces de cometer todos los absurdos que antes decíamos y que no necesitan parecer verosímiles, porque son verdaderos.

(...) El caos, cuando lo hay, es, pues, voluntario; el maquinismo, cuando existe, es, pues, deliberado. Pero no soy yo quien lo impone, sino el relato mismo, los personajes mismos. Y enseguida salta a la vista: en realidad, a menudo ha sido compuesto a propósito y colocado al alcance de los ojos al tiempo que se construía y combinaba. Es la máscara para una representación; el juego de las partes; lo que desearíamos o deberíamos ser; lo que parece a los demás que somos, mientras que lo somos no lo sabemos, hasta cierto punto, ni nosotros mismos; la burda y dudosa metáfora de nuestro ser; la imagen, a menudo complejísima que nos atribuimos o nos atribuyen: un maquinismo, pues, entero y vero, en el que, repito, cada cual es títere de sí mismo. Y luego, al final, el puntapié que lo echa todo a rodar.

Creo que no puedo sino estar satisfecho de mi fantasía si, con todos sus escrúpulos, ha conseguido mostrar como defectos reales los que sólo ella ha elaborado, defectos de esa imagen ficticia que los propios personajes han construido acerca de sí mismos y de sus vidas o que otros les han atribuido: los defectos, pues, de la mascara hasta tanto no se presente desnuda. Pero mayor consuelo ha sido el que la vida, o, mejor dicho, la crónica cotidiana, me ha deparado cerca de veinte años después de la primera publicación de Il fu Mattia Pascal, que hoy vuelve a editarse.

Tampoco a dicha obra, cuando salió a la luz, le faltaron, a pesar del consenso casi unánime, quienes la tachasen de inverosímil. Pues bien: la vida se ha dignado darme la prueba de la verdad de este argumento en una medida realmente extraordinaria, precisando incluso algunos detalles característicos que eran producto espontáneo de mi fantasía”.

jueves, 30 de agosto de 2012

¿NO EXIT?


“Huis Clos” es una obra de teatro de Jean Paul Sartre, estrenada en el París de 1944, poco antes del final de la segunda guerra mundial. En España se ha traducido como “A puerta cerrada”, y en inglés con el gráfico título “No exit”.

La trama es sencilla. Al inicio de la obra, un personaje llamado Garcin, del que nada sabemos, es conducido por un mayordomo a una sala, en un lugar y un tiempo indeterminados. Posteriormente, un segundo personaje, Ines, es conducida también a la misma sala con Garcin. Finalmente, con la llegada de Estelle el tercer y último personaje, se completa el trío que conforma la totalidad de los personajes de la obra.

Pronto sabemos que en realidad los tres personajes han fallecido recientemente, y por ello preguntan por “el verdugo y las brasas”, ya que se supone que están en el infierno.

Perplejos ante la situación, los tres protagonistas comienzan entonces a contar uno a uno la historia de su vida a los otros dos, así como las circunstancias de su muerte. Pese a que en un primer momento la buena educación les hace mantener las formas,  del diálogo y de las preguntas surgen poco a poco oscuros motivos y vergüenzas que cada uno procuraba enmascarar a los otros dos. Así, los educados diálogos del principio se van enconando y haciendo cada vez más encarnizados, hasta que finalmente todos ellos caen en la cuenta de en donde están: realmente están en el infierno, ya que cada uno de ellos está actuando como un verdugo sobre los otros dos, al ensañarse sobre ellos. No hay fuego, no hay brasas, porque no son necesarias. Entonces llegan a la conocida y terrible conclusión: “el infierno son los demás”. Garcin intentará entonces anular el “efecto infernal” proponiendo un pacto de silencio, pero que las dos mujeres serán incapaces de cumplir. Inés se siente vacía, la burguesa Estelle no acepta su propia muerte, y Garcin sabe que está pagando por su cobardía. Ninguno de ellos acepta ni sus propias miserias ni las de los otros, y la espiral no tiene fin.

Al parecer Sartre no estaba muy conforme con la interpretación que genéricamente se ha hecho de la conclusión mencionada, acerca que “el infierno son los demás”, como si las relaciones con el prójimo estuvieran siempre envenenadas. Únicamente admitía tal conclusión el escritor, cuando las relaciones con el prójimo están torcidas, viciadas, porque entonces “el otro sólo puede ser el infierno”, al depender la opinión de uno mismo inevitablemente de los juicios que realizan los demás sobre él (así lo explica en los ensayos recopilados por Michel Contat et Michel Rybalka, Folio essais, Gallimard 1992).

Sin embargo, rara vez podría decirse que haya relaciones entre los hombres que no estén torcidas o viciadas en ningún momento, ya que rara vez un hombre podrá decir que nada tiene de torcido o de viciado. Por lo tanto, resulta difícil no concluir que la moraleja de la fábula no es sino que el infierno de “uno” es “el otro”. Terrible y desesperada conclusión, por lo descarnada.

Su compatriota Albert Camus, sin negar la posibilidad del infierno admitía la existencia de una confusión de partida de las relaciones del hombre consigo mismo, y con los otros. Una confusión, una “niebla” –como diría Unamuno- que no vemos en Sartre, en quién esto es oscuro. Porque la niebla no excluye la existencia de la luz. Camus, a diferencia de Sartre, resulta menos descarnado y encuentra en la filantropía y en el grito de rebeldía un camino a seguir en esa confusión. Si El Extranjero es en realidad un extranjero a los otros, lo es porque es extranjero a sí mismo. Pero la vida en la ciudad humana, en la ciudad “de la niebla”, en la ciudad contaminada por “la peste”, es posible sobrevivir y es necesario luchar, no contra el otro, sino con el otro. La lucha de “los justos” por el prójimo, da sentido a las relaciones entre ellos, y combate la espiral oscura según la cual el infierno son los otros.

Aún así, en Camus resulta árido que la solución a la posibilidad de relacionarse con uno mismo y con los demás venga dada por el único esfuerzo del propio compromiso personal y filantrópico. A esto, Jean Paul Sartre podría replicar con razón que la propuesta de Camus pecaría de inocente. Pues en definitiva, impedir “el infierno”, dependería únicamente de lo que podría llamarse buena voluntad de cada uno. Y la buena voluntad, por desgracia, no puede siempre presumirse en el hombre. Pues, mal que nos pese, la voluntad humana es frágil y cambiante.

Desde una perspectiva cristiana, la cuestión se ha afrontado quizás demasiadas veces de forma simplista y pobre, negando muchas veces las dificultades propias y evidentes que los hombres tienen a la hora de relacionarse, y huyendo de las paradojas y contradicciones que la vida concreta plantea. Pero hay quién no ha evitado los obstáculos, y quien ha ofrecido una visión creíble y genuinamente esperanzada sobre el hombre, sin por ello endulzar o tergiversar nuestra realidad humana de la que siempre se ha de partir. Ahí están las obras de un George Bernanos, un Fiodor Dostoyevski, o del mismo C.S. Lewis. 

Lewis que citando a uno de sus maestros, titulaba el capítulo XIV de “Surprised by Joy” con la siguiente frase: “El principio del infierno es: Yo soy mi dueño”.

miércoles, 25 de julio de 2012

Original


Según el propio J.R.R. Tolkien, fue a principios de la década de los años treinta, cuando como profesor de anglosajón y corrigiendo unos exámenes de literatura inglesa, encontró un papel en blanco y escribió en él la frase: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit.”, al parecer sin saber ni siquiera de donde había sacado la idea. Como se sabe, éste fue el inicio y germen tanto de “El Hobbit”, como de toda la mitología desarrollada en “El Señor de los Anillos” (cosas de la vida, hasta de un examen en blanco se puede sacar provecho…).

A su vez, su compañero y colega C. S. Lewis confió en cierta ocasión en una entrevista: "Mis siete libros de las Crónicas de Narnia y los tres de ciencia-ficción comenzaron cuando se me pasaban por la cabeza ciertas imágenes. Al principio no había historias, sólo imágenes. El león empezó con la imagen de un fauno que llevaba un paraguas y unos paquetes por un bosque nevado. Llevaba grabada esa imagen desde que tenía unos dieciséis años. Luego, cierto día, cuando rondaba los cuarenta, me dije: "Intentemos construir una historia a partir de esa imagen". Al principio no sabía en qué consistiría la historia. Creo que en aquella época tuve muchos sueños en los que aparecían leones. Aparte de esto, no sé de dónde salió aquel león ni por qué. Sin embargo, en cuanto llegó, comenzó a hilvanar la historia y, muy pronto, a hilvanar los otros seis libros de Narnia. En cierto sentido, sé muy poco de cómo nació esta historia. Es decir, no sé de dónde salieron aquellas imágenes. Tampoco creo que nadie sepa exactamente de qué modo elabora su material. El proceso de elaboración es algo misterioso. ¿Acaso se puede explicar cómo ocurre una idea?"

Muchos autores se muestran incapaces de explicar como surgió el comienzo de su obra. Y es que uno de los misterios más grandes de la creación artística radica en su nacimiento, cuando todo está todavía en germen, cuando sólo existe una pequeña semilla, una promesa débil, un tímido principio, un inseguro comienzo: unas pocas palabras (JRR Tolkien) o una imagen apenas vista (C.S. Lewis). Este principio es sólo eso, un principio de un camino que no se sabe adonde llegará. Y todo el camino está por andar; y todo el trabajo está por hacer. Llegada la inspiración, es necesaria la transpiración, y como en la vida misma es necesario no desalentarse ni desesperarse por el camino que queda por recorrer. Según se nos cuenta, no parece sino que para crear es necesario realizar un verdadero acto de fe por parte del autor en su propia obra, porque aunque no exista ninguna garantía sobre el resultado, misteriosamente el cumplimiento de la obra y su forma acabada ya están en su comienzo.

Y es que cuando se habla de arte, es necesario adaptar nuestra percepción a la obra, y no al revés la obra a nuestra subjetiva percepción. Comentando una de las célebres pinturas de los nenúfares de Monet, el escritor francés Charles Péguy se preguntaba ¿Cuál de todos los nenúfares del lienzo podrá considerarse más perfecto? La respuesta normal, razonable, sería que el último de los nenúfares, cuando el pintor ya ha adquirido experiencia pintando cientos de ellos, y su mano ha adquirido y perfeccionado la técnica, y por consiguiente ha progresado hacia la perfección. Pero sin embargo nos dice el agudo escritor que al contrario será el primero el más perfecto, cuando la forma se encontraba en su primer estadio, y la creación más próximas a la inspiración original. Porque no es tanto la experiencia sucesiva la que perfecciona la obra de arte, sino la inocencia de la misma y su fidelidad en relación con su propio origen. Podríamos decir entonces que la perfección no está sólo en la obra terminada, sino ya en el comienzo mismo del proceso creativo, y que no es tanto una cualidad fruto del esfuerzo del artista, sino un don recibido y generado en la propia obra en sí. Y es que en la naturaleza de la obra de arte, si se piensa en ello con detenimiento, la perfección técnica no juega un papel sino muy secundario y tangencial. 

La obra de arte no es necesaria, sino para el artista que la crea y para el receptor que la acoge. Es única en sí misma, perfecta y acabada, y por lo tanto no es reproducible en modo alguno. Tampoco es manipulable por poder alguno. Simplemente es. Podría haber no sido, o podría haber sido de otra manera, pero sin embargo una vez nacida nos damos cuenta de que necesariamente tenía que ser así.

Quizás parte de su grandeza y de su perfección radica en que la obra de arte en sí misma no es útil, y el mundo puede pasarse de ella perfectamente. El mundo podría haber progresado perfectamente sin las creaciones de Homero y de Virgilio, de Cervantes y de Shakespeare, de JRR Tolkien y de CS Lewis. Y sería un mundo perfectamente válido, y podría decirse un mundo al que no le faltaría nada esencial. América se podría haber descubierto igualmente, como la vacuna contra la malaria, y la energía nuclear.

Pero una vez nacida la obra de arte y terminada su forma, sabemos que eso que no es esencial para el funcionamiento de nuestro mundo, gratuito y accesorio, que antes no existía y que  ahora sí existe, se ha convertido en algo radicalmente esencial para nosotros, aunque no podamos explicar bien el porqué ni el para qué. Sólamente intuimos vagamente, que las obras de arte a lo largo de la historia, han permitido -por lo menos hasta hoy- a los hombres sostenerse en la existencia como hombres, y no como bestias o como máquinas. Por medio de la obra de arte el Misterio de lo eterno se encarna en una forma concreta, en un momento determinado de la historia, por medio de un hombre, para los demás hombres. Y aquello que creemos creer vagamente en alguna parte de nuestro entendimiento, que nuestra vida y el mundo en que vivimos tienen un significado y sentido totalmente concretos, súbitamente nos resulta evidente y accesible a nuestros sentidos, como si una nueva realidad nos golpeara despertándonos de un letargo invernal.