"Este mundo es una cosa admirable y extravagante, que muy bien pudiera ser de otro modo, pero que, tal como es, es deliciosa"

G.K. Chesterton, en "Ortodoxia".

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La realidad increíble


Hablábamos en el artículo anterior de lo verosímil que puede resultar el calificativo de “infierno” a la situación que planteaba Jean Paul Sartre en Huis Clos, y a la vez lo necesario –y lo difícil para los hombres de hoy- que resulta aceptar las situaciones paradójicas y contradictorias de la vida sin tratar de diagnosticarlas, racionalizarlas, etiquetarlas y colocarlas dentro de nuestra prodigiosa pero pequeña cabeza humana.

Al hilo de lo que podemos considerar verosímil o inverosímil, tanto en la literatura como en la vida misma, en un artículo aparecido recientemente en un semanario dominical (XL Semanal 02/09/2012), firmado por Juan Manuel de Prada, se citaba parcialmente un epílogo a la segunda edición de la novela El difunto Matías Pascal, titulado “advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía”, de Luigi Pirandello.

Quizás un extracto del artículo de Pirandello sea la mejor muestra de como la vida -ni quizás el arte tampoco- se resignan a mantenerse totalmente dentro de lo razonable, y como constantemente desbordan por los cuatro puntos cardinales el mapa del mundo humanamente conocido.

Advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía

"El señor Alberto Heintz, de Buffalo, Estados Unidos, dividido entre el amor de su mujer y el de una señorita de veinte años, resuelve convocar a ambas a una reunión con vistas a tomar una decisión conjunta. Las dos mujeres y el señor Heintz acuden puntualmente al lugar de la cita, y, tras prolongada discusión, llegan a un acuerdo. Los tres van a poner fin a sus vidas. La señora Heintz vuelve a su casa, se pega un pistoletazo y muere. Por tanto, el señor Heintz y su amorosa señorita veinteañera, en vista de que con la muerte de la señora Heintz todo obstáculo a su unión queda suprimido, convienen en que no existe ya razón alguna para buscar la muerte y deciden seguir viviendo y contraer matrimonio. Pero la autoridad judicial piensa de otro modo y procede a su detención. Un prosaico desenlace. (Ver periódicos de Nueva York del 25 de enero de 1921, edición de la mañana.)

Supongamos que a un pobre autor de comedias se le ocurre la desgraciada idea de llevar a escena semejante argumento. A buen seguro que su fantasía sentirá escrúpulos, sobre todo a la hora de paliar con remedios «heroicos» la falta de sentido del suicidio de la señora Heintz, tratando de prestarle de algún modo verosimilitud. Pero podemos estar igualmente seguros de que, pese a todos los remedios heroicos elaborados por el comediógrafo, noventa y nueve críticos teatrales de cada cien reputarán absurdo ese suicidio e inverosímil la comedia.

Y es que la vida, que muestra con desfachatez todos los absurdos, pequeños y grandes, de que felizmente está llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de esa estúpida verosimilitud que el arte se cree obligada a respetar.

Los absurdos de la vida no necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos; al revés que los del arte, que para parecer verdaderos, necesitan ser verosímiles. Con lo que, siendo verosímiles, dejan de ser absurdos. Un acontecimiento de la vida puede ser absurdo; una obra de arte, si es tal, no. De lo que se deduce que es una idiotez tachar de absurda e inverosímil, en nombre de la vida, una obra de arte. En nombre del arte, sí; en nombre de la vida, no.

En la historia natural existe un reino que, por abarcar a todos los animales, es objeto de estudio de la zoología. Entre los muchos animales que pueblan este reino se cuenta el hombre. Y el zoólogo, claro está, puede hablar del hombre y decir, por ejemplo, que no es un cuadrúpedo sino un bípedo, y que no tiene cola, como el mono, o como el burro, o el pavo real. El hombre de que habla el zoólogo no puede jamás tener la desgracia de perder, digamos, una pierna y ponérsela de palo; o de perder un ojo y ponerse uno de cristal. El hombre del zoólogo tiene siempre dos piernas, ninguna de ellas de palo; siempre dos ojos, y ninguno de ellos de cristal. Y contradecir al zoólogo es inútil. Porque el zoólogo, si le presentamos un individuo con una pierna de palo o un ojo de cristal, nos contesta que no lo conoce, porque dicho individuo no es el hombre, sino un hombre.

Pero es igualmente cierto que nosotros, a nuestra vez, podemos replicar al zoólogo diciéndole que el hombre que él conoce no existe, y que en cambio existen los hombres, ninguno de los cuales es idéntico a su vecino y que pueden incluso tener, por desgracia, una pierna de palo o un ojo de cristal.

Dicho esto, se pregunta si quieren ser considerados como zoólogos o como críticos literarios todos esos señores que, a la hora de juzgar una novela, un cuento o una comedia, rechazan tal o cual personaje tal o cual representación de hechos o de sentimientos en nombre, no ya del arte, lo cual sería justo, sino de una humanidad que parecen conocer a la perfección, como si realmente pudiese existir en abstracto, esto es, fuera de esa infinita variedad de hombres capaces de cometer todos los absurdos que antes decíamos y que no necesitan parecer verosímiles, porque son verdaderos.

(...) El caos, cuando lo hay, es, pues, voluntario; el maquinismo, cuando existe, es, pues, deliberado. Pero no soy yo quien lo impone, sino el relato mismo, los personajes mismos. Y enseguida salta a la vista: en realidad, a menudo ha sido compuesto a propósito y colocado al alcance de los ojos al tiempo que se construía y combinaba. Es la máscara para una representación; el juego de las partes; lo que desearíamos o deberíamos ser; lo que parece a los demás que somos, mientras que lo somos no lo sabemos, hasta cierto punto, ni nosotros mismos; la burda y dudosa metáfora de nuestro ser; la imagen, a menudo complejísima que nos atribuimos o nos atribuyen: un maquinismo, pues, entero y vero, en el que, repito, cada cual es títere de sí mismo. Y luego, al final, el puntapié que lo echa todo a rodar.

Creo que no puedo sino estar satisfecho de mi fantasía si, con todos sus escrúpulos, ha conseguido mostrar como defectos reales los que sólo ella ha elaborado, defectos de esa imagen ficticia que los propios personajes han construido acerca de sí mismos y de sus vidas o que otros les han atribuido: los defectos, pues, de la mascara hasta tanto no se presente desnuda. Pero mayor consuelo ha sido el que la vida, o, mejor dicho, la crónica cotidiana, me ha deparado cerca de veinte años después de la primera publicación de Il fu Mattia Pascal, que hoy vuelve a editarse.

Tampoco a dicha obra, cuando salió a la luz, le faltaron, a pesar del consenso casi unánime, quienes la tachasen de inverosímil. Pues bien: la vida se ha dignado darme la prueba de la verdad de este argumento en una medida realmente extraordinaria, precisando incluso algunos detalles característicos que eran producto espontáneo de mi fantasía”.

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