“Huis
Clos” es una obra de teatro de Jean Paul Sartre, estrenada en el París de 1944,
poco antes del final de la segunda guerra mundial. En España se ha traducido
como “A puerta cerrada”, y en inglés con el gráfico título “No exit”.
La
trama es sencilla. Al inicio de la obra, un personaje llamado Garcin, del que
nada sabemos, es conducido por un mayordomo a una sala, en un lugar y un tiempo
indeterminados. Posteriormente, un segundo personaje, Ines, es conducida
también a la misma sala con Garcin. Finalmente, con la llegada de Estelle el
tercer y último personaje, se completa el trío que conforma la totalidad de los
personajes de la obra.
Pronto
sabemos que en realidad los tres personajes han fallecido recientemente, y por
ello preguntan por “el verdugo y las brasas”, ya que se supone que están en el
infierno.
Perplejos
ante la situación, los tres protagonistas comienzan entonces a contar uno a uno
la historia de su vida a los otros dos, así como las circunstancias de su
muerte. Pese a que en un primer momento la buena educación les hace mantener
las formas, del diálogo y de las
preguntas surgen poco a poco oscuros motivos y vergüenzas que cada uno
procuraba enmascarar a los otros dos. Así, los educados diálogos del principio
se van enconando y haciendo cada vez más encarnizados, hasta que finalmente
todos ellos caen en la cuenta de en donde están: realmente están en el
infierno, ya que cada uno de ellos está actuando como un verdugo sobre los
otros dos, al ensañarse sobre ellos. No hay fuego, no hay brasas, porque no son
necesarias. Entonces llegan a la conocida y terrible conclusión: “el infierno
son los demás”. Garcin intentará entonces anular el “efecto infernal”
proponiendo un pacto de silencio, pero que las dos mujeres serán incapaces de
cumplir. Inés se siente vacía, la burguesa Estelle no acepta su propia muerte, y
Garcin sabe que está pagando por su cobardía. Ninguno de ellos acepta ni sus
propias miserias ni las de los otros, y la espiral no tiene fin.
Al
parecer Sartre no estaba muy conforme con la interpretación que genéricamente
se ha hecho de la conclusión mencionada, acerca que “el infierno son los demás”,
como si las relaciones con el prójimo estuvieran siempre envenenadas.
Únicamente admitía tal conclusión el escritor, cuando las relaciones con el
prójimo están torcidas, viciadas, porque entonces “el otro sólo puede ser el
infierno”, al depender la opinión de uno mismo inevitablemente de los juicios
que realizan los demás sobre él (así lo explica en los ensayos recopilados por Michel
Contat et Michel Rybalka, Folio essais, Gallimard 1992).
Sin
embargo, rara vez podría decirse que haya relaciones entre los hombres que no
estén torcidas o viciadas en ningún momento, ya que rara vez un hombre podrá
decir que nada tiene de torcido o de viciado. Por lo tanto, resulta difícil no
concluir que la moraleja de la fábula no es sino que el infierno de “uno” es
“el otro”. Terrible y desesperada conclusión, por lo descarnada.
Su
compatriota Albert Camus, sin negar la posibilidad del infierno admitía la existencia de una confusión de partida
de las relaciones del hombre consigo mismo, y con los otros. Una confusión, una
“niebla” –como diría Unamuno- que no vemos en Sartre, en quién esto es oscuro.
Porque la niebla no excluye la existencia de la luz. Camus , a
diferencia de Sartre, resulta menos descarnado y encuentra en la filantropía y
en el grito de rebeldía un camino a seguir en esa confusión. Si El Extranjero
es en realidad un extranjero a los otros, lo es porque es extranjero a sí
mismo. Pero la vida en la ciudad humana, en la ciudad “de la niebla”, en la
ciudad contaminada por “la peste”, es posible sobrevivir y es necesario luchar,
no contra el otro, sino con el otro. La lucha de “los justos” por el prójimo,
da sentido a las relaciones entre ellos, y combate la espiral oscura según la
cual el infierno son los otros.
Aún
así, en Camus resulta árido que la solución a la posibilidad de relacionarse
con uno mismo y con los demás venga dada por el único esfuerzo del propio
compromiso personal y filantrópico. A esto, Jean Paul Sartre podría replicar
con razón que la propuesta de Camus pecaría de inocente. Pues en definitiva,
impedir “el infierno”, dependería únicamente de lo que podría llamarse buena
voluntad de cada uno. Y la buena voluntad, por desgracia, no puede siempre
presumirse en el hombre. Pues, mal que nos pese, la voluntad humana es frágil y
cambiante.
Desde
una perspectiva cristiana, la cuestión se ha afrontado quizás demasiadas veces
de forma simplista y pobre, negando muchas veces las dificultades propias y
evidentes que los hombres tienen a la hora de relacionarse, y huyendo de las
paradojas y contradicciones que la vida concreta plantea. Pero hay quién no ha
evitado los obstáculos, y quien ha ofrecido una visión creíble y genuinamente
esperanzada sobre el hombre, sin por ello endulzar o tergiversar nuestra
realidad humana de la que siempre se ha de partir. Ahí están las obras de un
George Bernanos, un Fiodor Dostoyevski, o del mismo C.S. Lewis.
Lewis que
citando a uno de sus maestros, titulaba el capítulo XIV de “Surprised by Joy”
con la siguiente frase: “El principio del infierno es: Yo soy mi dueño”.
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