"Este mundo es una cosa admirable y extravagante, que muy bien pudiera ser de otro modo, pero que, tal como es, es deliciosa"

G.K. Chesterton, en "Ortodoxia".

miércoles, 10 de octubre de 2012

Literatura y la Gran Guerra (1914-1918)


Normalmente, los relatos biográficos de los escritores que vivieron durante el periodo de principios de siglo XX no dedican muchas líneas a describir el periodo en que cada uno de ellos vivió la primera guerra mundial, entre 1914 y 1918. Y de hecho, la cultura de la segunda mitad del siglo XX parece haber recibido más impronta de los hechos que corresponden a la segunda guerra mundial que los correspondientes a la primera, lógicamente al ser más cercana y por otra parte tener elementos que se han incorporado ya a la imaginería general.

Por eso quizás nos resulte difícil desde éste principio del siglo XXI, hacernos a la idea del cataclismo que debió suponer para mucha gente, pero en especial para tantos escritores y artistas europeos, el advenimiento de la que fue llamada la Gran Guerra, o primera guerra mundial.

Para intentar hacernos una idea, tendríamos que situarnos en el contexto de los avances en todos los órdenes que se produjeron en los últimos años del siglo XIX, y en la primera década del XX. El año 1900, con la exposición Universal de París y sus juegos olímpicos, debió ser todo un símbolo. Hegemonía -también cultural- inglesa, francesa y alemana, avances en los transportes, en la industria, en las artes, en el pensamiento social y político... “Progreso” y “Modernidad”, eran palabras mágicas. Lo que décadas antes parecía imposible en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana, de pronto se hace realidad. Con el nuevo siglo XX, amanece un siglo en el que todo parece posible, los cambios se hacen eficaces, y parece que la humanidad despierta por fin a una nueva era de prosperidad para todos.

Evidentemente, la realidad no debía ser así, ni en todo ni para todos. Pero los cambios, los progresos, eran innegables. Europa bullía como una olla Express, y con ella el mundo entero. Y de pronto la olla no debió poder soportar la presión, y estalló como una bomba de metralla, llevándose por delante con su onda expansiva todo lo que encontró por delante.

Si la realidad de la guerra no debía de ser extraña a ninguno de aquellos hombres, sí lo tuvo que ser el concepto de guerra moderna, incorporando todos los avances del progreso en su espiral de destrucción. ¿Qué significó para las vidas de los jóvenes que acudieron en masa al frente, en el amanecer de un nuevo mundo, el enfrentarse con una nueva realidad como ésta? ¿Y que debió significar para los que estaban en la retaguardia? 

Un J.R.R. Tolkien recién graduado, fue enviado a las trincheras de las batallas del Somme en 1916 hasta que enfermó por causa de lo que se llamó entonces la fiebre de las trincheras. Por su parte, C.S. Lewis se incorporaría igualmente en 1917 al frente francés, pero igualmente cae enfermo y es retirado del frente. En ambos casos, sin embargo, la convalecencia de ambos escritores permite una fructífera labor de lectura y escritura.

El joven George Bernanos, por su parte, se enrola en el sexto regimiento de los dragones. Es herido varias veces en el campo de batalla, y sobrevive a las trincheras. Su primera novela, “Bajo el sol de Satán » (« Sous le Soleil de Satan »), nace según sus declaraciones, de su experiencia de la guerra. Dice así: “La guerra me dejó atolondrado, como a todo el mundo, por la inmensa desproporción entre la enormidad del sacrificio y la miseria de la ideología propuesta por la prensa y los gobiernos... Y además, nuestra esperanza estaba enferma, como un órgano agotado. La religión del Progreso, para la cual se nos había pedido educadamente morir, es en efecto una gigantesca estafa a la esperanza. Yo sabía que no eran las grandes cosas, eran las palabras las que mentían. La lección de la guerra iba a perderse en un inmenso chiste picante”. En las trincheras, el joven Bernanos sufre un terrible episodio. En ese pequeño espacio de algunas leguas cuadradas, rebosante de moribundos, el escritor es enterrado vivo por causa de un obús, quedando varios minutos bajo una avalancha de tierra y hierro, suspendido entre la vida y la muerte.

Finalmente, el mayor en edad de estos escritores, Charles Péguy, padre de familia y teniente en la reserva, parte hacia en frente desde la primeras movilizaciones en agosto de 1914. El combate sostenido por el escritor en sus Cahiers de la Quinzaine durante más de una década desde su pequeña librería en el 8 Rue de la Sorbonne, del Vème arrondissement de Paris, toma bruscamente cuerpo en el campo de batalla frente a las modernas ametralladoras alemanas.

Un testigo directo, el soldado Henri Bury del regimiento 276 de infantería y por aquel entonces subordinado de éste ultimo escritor, narra así los últimos instantes del poeta francés en su diario de guerra:

La decimonovena compañía recibió la orden de tomar Monthyon a la bayoneta. Avanzamos siempre, y andan codo con codo, ligeramente adelantados a nosotros, revolver en mano y dirigiendo la marcha, el capitán Guérin y el teniente Péguy. Avanzan difícilmente bajo el fuego y se detienen detrás de un talud. Las balas silban y la infantería francesa responde. Los alemanes son casi invisibles por su indumentaria color tierra, mientras que los franceses de azul y rojo constituyen blanco fácil en éstas extensiones. “Nuestro movimiento está perfectamente conducido, pero al estar sin línea de fuego de apoyo, y sin fuego de protección de la artillería, seremos muy posiblemente sacrificados”, escribe Boudon.

Péguy dirige el fuego. Anima a los hombres. «Está en medio de nosotros, inconsciente de las balas que le apuntan y le rozan. En pie, valiente, corriendo de un lado a otro para activar el fuego”. Los disparos de los franceses obligan al enemigo a retroceder, y se retira sobre la altitud, abandonando la ribera del río bordeado de árboles en donde estaban hasta entonces. Viendo esto, y a pesar del calor y el cansancio, llega la orden: “¡Adelante!”. Los hombres corren, se echan sobre las remolachas, el rastrojo o la avena, hacia las posiciones alemanas. El enemigo ha conservado en su lugar las metralletas, para cubrir su retirada. Esas metralletas, toman a las tropas bajo un fuego cruzado mortal y liquidan filas enteras de la infantería.

El capitán Guérin cae. “Sacando su espada de la vaina, y apuntando en dirección al enemigo, Péguy grita entonces: “!El capitán ha caído!... ¡Tomo el mando!... ¡Seguidme!... ¡Adelante ! … ¡A la bayoneta ! Las "mascinengewehr" alemanas nos disparan como a una bandada de gorriones. Sin embargo, un primer salto, seguido de un segundo, lleva a nuestra ala derecha dirigida por Péguy ciento cincuenta metros hacia delante. Y ahora ir más lejos, como una única ola de ataque, sin una línea de respaldo detrás de nosotros protegiéndonos de su fuego, en un terreno en donde la cuesta declinaba hacia en río, y sobre todo la gran visibilidad de nuestros uniformes, hacen de nosotros espléndidas dianas vivas rojas y azules, no teniendo después para nuestros disparos más que de treinta a cuarenta cartuchos por hombre y con la imposibilidad de ser reaprovisionados, es una locura, es correr hacia una masacre cierta, y además inútil... ¡no llegaremos a diez! Pero cautivos del ambiente forzado del combate, no teníamos tiempo de conocer el miedo... sin embargo, la violencia del fuego enemigo es tal que fuerza a Péguy a ordenar detener la marcha. “¡Al suelo!”... grita, “y fuego a discreción” pero él, permanece en pié, por delante de nosotros, gafas en mano, dirigiendo el tiro, heroico en el infierno...” A la izquierda, el teniente de La Cornillère cae. Los hombres disparan como pueden tratando de protegerse. El fuego de las ametralladoras no cesa. Muchos caen. En todo momento se oyen gritos, quejidos.

Sin embargo, el teniente Péguy, el, esta todavía de pié, a pesar de nuestros gritos de “¡agáchese!” Glorioso loco en su bravura, sordo a nuestras llamadas a la prudencia, exasperado, crispado por esta lucha desigual cuyo peligro ve y comprende mejor que nosotros. Ante los gritos y las llamadas de los heridos, cada vez más angustiosas y apremiantes, el grita con una energía enrabietada. “¡Disparad, disparad, nombre de Dios!”. Algunos le gritan, y yo soy de ellos: “no tenemos munición mi teniente, nos van a machacar”. “¡No pasa nada!” grita Péguy en la tormenta que silba más fuerte que nunca, “¡ yo tampoco tengo! ¡Mirad, seguid disparando!” Y volviéndose a nuestras líneas, sus gafas en mano, explorando las líneas alemanas, se yergue como un desafío a la metralla, bajo el fuego siempre más fuerte de las metralletas enemigas... En ese mismo instante, una bala mortífera rompe esa noble cabeza. Cayó, como un bloque, sobre el costado, y de sus labios surge una queja sorda, como un murmullo, un último pensamiento, una última plegaria: “¡Ah, Dios mío... mis hijos!”. El combate terminó para él". 

No hay comentarios:

Publicar un comentario